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El comienzo

Los primeros indicios de la industria picapedrera en Tandil se registran aproximadamente a partir del año 1870. Ya en aquellos años un grupo de italianos enviaba carretas con adoquines a Buenos Aires para la pavimentación de sus calles mas importantes. Buenos Aires recibía piedra de la Isla Martin García e incluso compraba adoquines de origen extranjero.

El gran cambio se produce con la llegada del Tren en 1883. A partir de ese momento es posible enviar grandes cantidades de adoquines a Buenos Aires en no más de 10 horas. Es gracias a este medio de transporte que la explotación de la piedra comienza a crecer hasta convertirse en una de las principales actividades de la ciudad. A principios de siglo la actividad llega incluso a convertirse en una fiebre parecida a la del oro.

Algunos de estos pioneros picapedreros italianos viajaron a sus aldeas de origen para tratar de convencer a otros paisanos de que vinieran a trabajar la piedra a Tandil. Más adelante se sumaron españoles y yugoslavos. La mayoría de los Italianos y Españoles ya conocían el oficio de picapedreros incluso muchos de ellos trabajaban en canteras de piedra o mármol en Europa.

En principio venían los hombres solos y luego cuando estaban más establecidos traían a sus mujeres e hijos que habían quedado en la aldea europea. Así se fueron formando en torno a las canteras pequeñas villas o pueblitos de casillas de madera y chapa, la mayoría con techo a dos aguas y construidas sobre pilotes.

El interior de una vivienda corriente. (Fragmento del testimonio de Américo Bugna en el libro Los Picapedreros de Hugo Nario)

Las casillas tenían uno o dos dormitorios con piso de tablas anchas, sin alfombras ni cueros. Algunas fotos de familia en las paredes, y a veces, si eran religiosos, un rosario. Cama de bronce o de hierro, de una o dos plazas; colchón de lana o la “paiasa” (relleno de chalas secas). Mesas de luz con escupidera adentro, o debajo de la cama. Un ropero con espejo, generalmente más alto que ancho, de dos o tres cuerpos, barnizado y en casos excepcionales a fines de 1920, de roble americano de color claro. En un baúl grande se guardaba la ropa no usada con frecuencia. Sabanas, habitualmente blancas; frazadas de lana; acolchados hechos con ropas viejas forradas. Algunos hacían edredones con pluma de gallina o de ganso.

Solían cubrir todo con una colcha, y a veces encima un “poncho matra” (frazada basta y barata).
revolver la polenta, la tabla para volcar la polenta y cortarla con el “fil” (hilo).

Cocina: Las de fundición, que quemaban leña, astillas, bosta de vaca, cardo de Castilla, y a veces carbón.
 
Retiraban los aros que cubrían el fuego, en la plancha de la cocina, para cocinar con olla.

Un reloj despertador (común, de metal) sobre la mesa o en una rinconera de madera. Siempre en la cocina salvo cuando al irse adormir lo llevaban al dormitorio.

Se sentaban en bancos de madera, bajos, hechos en casa con madera de cajón, sillas rusticas de paja, y a veces, en el dormitorio, algunas sillas de Viena (con esterillado).

Un aparador generalmente de fabricación casera, pintado o al natural, de dos puertas, no mas alto de un metro y medio y otro tanto de ancho, alojaba parte de la vajilla mencionada.

Sobre todo lo ancho de una pared se clavaba una tabla de madera con clavos o ganchos, de los que colgaban la sartén, a veces la olla, un jarro, espumadera y cucharón, el palo para En un lugar de privilegio, el perol de cobre para cocer la harina de maíz y un colador de fideos.
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